martes, enero 27, 2009

Flores muertas, tragos vivos

Mis últimos días los estoy pasando encerrado en esta casa, solo, con mis libros y algunos recuerdos. Nuca pensé que el mundo y su gente me iban a aburrir a tal punto de tomar la decisión de casi enclaustrarme.

Recuerdo ya hace más de cinco años que compré esta casa en La Candelaria. El tipo que me la mostró no notó que mi mayor interés en comprarla era la peculiar panorámica desde el que iba a ser mi cuarto. Cuando me acerqué por primera vez a la ventana, noté cómo se asomaban las ventanas de la casa de al frente, detrás de esos grandes y desgastados tejados coloniales. Mirando detenidamente, me encontré con deliciosas escenas de muchos extranjeros deleitándose con los placeres alucinógenos de estas tierras tropicales. Sin hablar al respecto, le dije al tipejo que estaba interesado, siempre y cuando se encargara de absolutamente todos los trámites legales que representaban la compra. Puse una condición más, que me consiguiera a una ama de llaves de toda confianza, que conociera la zona y que se encargara de todos mis caprichosos servicios. Luego de estar vagando por el mundo quiero solo olvidarlo, dejarlo de lado, porque siento que ya más por él no quiero hacer nada y él por mí, tampoco.

El único deleite mundano que me queda, lo disfruto desde mi ventana: me divierto morbosamente viendo cómo israelitas, europeos y hasta asiáticos pasean sus drogo-delirios en el hostal que muestra sus ventanas exclusivamente hacia las mías. Aura María, la encargada de mis servicios, me chismoseó unos cuantos días después de que la contraté, Es como un motel Don, llegan de todos lados del mundo a prostituirse con todas las drogas, mujeres y hombres que se encuentran tan facilito por estos lados… Ellos no saben que están siendo observados al cambiarse y al andar desnudos por esas compartidas habitaciones de hostales extranjeros; no tienen ni idea que un viejo como yo, les morbosea su ropa interior con la que se pasean tranquilamente mientras se echan un suculento porro.

El alternar mis largas horas del lectura (en las que realmente me encuentro con mi senectud cuando creo ver mensajes cifrados entre los grandes clásicos y los incipientes contemporáneos), con el fisgonear a los foráneos, confieso que a veces me harta. Mi mirada curiosa a veces busca nuevo alimento, pero siempre teniendo claro que no quiere volver a enterarse de ese mundo presente del que definitivamente ya ha rehusado (¿o huído?). Cierto día, me percaté de otra actividad algo curiosa, que sucedía en la casa justo al frente. Todos los días, entre 7 y 8 de la noche, llega un viejo (más anciano que yo) arrastrando su carrito de dulces; lo recibe, creo yo, su esposa, con una gran sonrisa y un beso incipiente. Antes de entrar, el viejo le da a su vieja un muy hermoso ramo de flores. Aunque la situación parece ser de lo más normal, mi curiosidad viene a que el dichoso ramo de flores fue siempre diferente todos los días de una semana en la que estuve pendiente. De domingo a domingo el viejo le dió a su vieja, un ramo distinto y muy hermoso. Al no poder creer que un vendedor de dulces regale a su humilde esposa todos los días un ramo de flores, me obligué a llevar un registro algo más exhaustivo del viejo ese. Descubrí, después de hacerle seguimiento más de un mes, que todos los días de la semana, sale entre las 9 y 10 de la mañana con su carrito de dulces, mentas y cigarrillos adaptado en un coche de bebé, y llega entre 7 y 8 de la noche con el mismo carro y el ramo de flores para su esposa. No más. Su esposa, sale a hacer las compras del hogar, con una rutina casi tan milimetrada como el quehacer de su esposo. No más.

La situación pasó de ser común a casi enfermiza. Me enloquecía pensar de dónde sacaba el viejo la plata para pagarle el ramo diario de su esposa; me daba celos pensar que todos los días tenía la vieja un regalo tan bello. Me daba rabia porque creía que era una situación premeditada por mis vecinos para que yo sintiera profundamente lo desgraciada que era mi vida de soledad, en la que me acompañaba únicamente mi morbo, mis libros y unos cuantos recuerdos. Decidí cerrar por siempre mi ventana para no volver a ver la detestable cara de alegría de la vieja al recibir sus siempre variadas flores sin importar que dejaba también de alimentarme con las escenas libidinosas del hostal.

Cierto día recibí una nota de la familia de uno de mis únicos amigos. A manera de invitación mortuoria, me pedían acompañarlo en su supuesto último adiós, luego de haber sufrido un fausto tratamiento “antisida” que se lo terminó comiendo en pocos meses. Nunca estuve de acuerdo con que lo siguiera y fue uno de los motivos para alejarme.

No supe qué era más desgraciado, el hecho de asistir al sepelio o el trauma que suponía para mí apartarme del claustro que representaba mi hogar. Finalmente la idea me pareció hasta divertida; me resultaba cómico que mis “amigos” de antaño, aquellas locas ya decrépitas, en busca todavía de una compañía permanente e irreal, y con aún la ilusión de mantener una erección sin ayudas químicas o emotivas depravadas, cuchichearan acerca de mí, este vejestorio que se mantiene todavía de pie y que no necesita sino de su ser para poder seguir sobreviviendo en este mundo ya inteligible.

Aura María contrató un carro para que me recogiera justo 20 minutos antes de la hora de la cremación. Salí de la casa y me encontré a la vieja del frente regresando de sus mandados matutinos; creo que con solo la mala cara que le hice, le dañé la siempre sonrisa con la que recibe a su viejo y el ramo de flores. Partí contrariado y mi desespero se incrementó mucho más al reencontrarme con los siempre trancones de Bogotá, que ya los tenía olvidados como las miles amarguras que me causaron a los que supuestamente amé en mi corta existencia sentimental.

Rezos y bendiciones iban y venían; yo ya estaba mareado por tanta cursilería que seguramente el muerto hubiera detestado. Solo pensaba cuándo se iba a levantar a abofetear a su familia por ese indigno entierro. También ya estaba desesperado con las lágrimas paupérrimas de todas las locas, que se secaban tan amaneradamente con sus pañuelos Hermes del pasaje Rivas. Casualmente, me encontró Alberto en la esquina en la que creía que nadie me iba a encontrar. Fue un abrazo más que fingido, pero para el momento alcanzó a ser hasta fraterno; Otro más que se nos va no?, Sí… No sabía a qué hacía referencia Alberto, cuántos más habrán muerto realmente no me importaba.

Ese día Alberto me hizo recordar por qué me había alejado también de él: siempre quería solucionar todo con alcohol, y ésta no fue la excepción. Camine nos tomamos un aguardiente acá afuera, donde un viejo todo querido que clandestinamente lo vende, yo invito el primero. Me pregunté a cuántos entierros habrá asistido últimamente Alberto para saber que un viejo en la entrada vendía trago clandestino, pero es cierto que a esta edad, es un plan más que común. Qué asco, pero toda la cursilería del entierro me obligó a tomarme un trago; mi difunto amigo por lo menos estaría contento que alguien, en su entierro, estuviera echándose sus buenos aguardientes en su honor. Sorpresa me llevé cuando el viejo del aguardiente era mi vecino, el desgraciado que siempre le llevaba flores a su esposa. No me reconoció, igual nunca antes me había conocido y no tenía por qué haber sabido que yo vivía justo al frente de sus narices. Cuando iba a servir un trago en unas copas desagradablemente desechables, le dije, Déme toda la botella. Alberto sorprendido, se le iluminaron los ojos. Le dije que la muerte era más que un motivo y lo obligué a sentarse conmigo en una banca cercana a beberla completamente. Una, dos, tres horas pasaron y cuando Alberto ya estaba más que prendido, lo mandé con mi chofer a su casa. Yo seguí detenidamente cada movimiento del viejo aguardientero y cerca de las 6 de la tarde, ví cómo empacó todas sus cosas en el coche de bebé adaptado a carrito de dulces (y por lo visto, de aguardiente) y cómo lenta y discretamente se escabulló tras los hornos crematorios. Sin pensarlo dos veces, lo seguí.

Mi respiración se alteró cuando muy cerca de la parte trasera de los hornos crematorios oí cómo rompían cosas y hacían ruidos muy raros… Algo macabro creí que hacían pero quedé sorprendido cuando, con el poco valor que me quedaba, decidí enfrentar la situación: salí de mi escondite y encontré al viejo destrozando los ramos de flores de los muertos cremados y separando las flores más bellas en un gran ramo de contrates de colores y variedades. Él se asustó al identificarme como uno de los dolientes; su única reacción fue salir corriendo y arrastrar impacientemente su coche de dulces por las calles empedradas. El olor de mil flores desarregladas, de muchos ramos mortuorios destrozados, despertó ese poco de melancolía que muy escondida en mí quedaba. Terminé rápidamente de recoger algunas flores, arreglé el ramo y cogí un taxi, al que obligué casi volar sobre media Bogotá para llegar lo antes posible a mi casa. Cuando llegué, anoté en un pedazo de papel Las flores muertas no son solo para los muertos, y le dije a Aura María que se lo llevara a la vieja del frente con el ramo.

Desde mi ventana, ví cómo la vieja atónita recibía el ramo y la nota. Percibí cómo entre ellas se preguntaban el por qué del regalo y el significado de la nota. Me reí a carcajadas y más aún cuando llegó el viejo evidentemente contrariado. Luego quedó completamente sorprendido cuando la vieja le mostró el ramo, la nota y le explicó quién se lo había entregado. Miró hacia mi casa, miró hacia mi ventana y entró cerrando lentamente la puerta.

Al día siguiente, Aura María me entregó en una bolsa de papel café una botella, Se la envía Don Eulogio, su vecino del frente. Abrí la bolsa, la botella de aguardiente estaba por la mitad y una pequeña nota decía, Es mejor beber con los vivos que por los muertos.

Eulogio siguió todos los días llevándole a su esposa ramos de flores y antes de golpear a su puerta siempre miraba hacia mi ventana. Yo seguí observando por mi ventana discretamente, pero un día quise darle mi cara; él se percató que yo estaba en mi ventana, se quitó su sombrero y me saludó con una respetuosa venia a la que ambos correspondimos con una sonrisa cómplice.

Los años siguieron pasaron y Eulogio me ganó el turno en el crematorio. Fue al único sepelio al que volví a asistir. Me desgarró ver cómo su anciana esposa lloraba en su cajón y me dolió ver cómo ella sola acomodó las miles de flores antes de que el cajón entrara en la cámara crematoria.

A la memoria de C. R.

lunes, enero 12, 2009

Es mejor no concluir nada

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